El incendio hizo que tuvieran que recoger sus cosas a toda prisa en plena noche; tuvieron que abandonar el lugar en el que habían vivido durante tantas generaciones. Consiguieron cargar con buena parte de la cosecha e iniciar un camino incierto; ellos eran tremendamente sedentarios, tan amigos de las rutinas se habían acostumbrado a vivir allí y habían sido muy felices. La tierra les daba sus frutos con algo de esfuerzo sí, pero les regalaba el sustento y el río cercano les permitía añadir algo de pescado a su dieta.
De pronto en el claro de aquel bosque se encontraron con ellos, unos extraños, unos cazadores que habían salido muy de mañana a conseguirse su alimento. Tras unos instantes de desconfianza mutua el ofrecimiento de una torta de trigo hizo que desaparecieran todas las suspicacias y encendieran un fuego. Idearon mil formas de hacerse entender y otros mil juegos en el río cercano, incluso se cocinó el primer guiso de la historia hecho a base de verduras y carne; se prometieron amistad eterna. El día fue avanzando y la tarde la pasaron entre bailes y canciones, aprendiendo unos de otros, a esa hora ya había algunos individuos capaces de hacerse entender en la lenguas de ambas tribus.
Durmieron en las cabañas que habían improvisado, de manera totalmente aleatoria, mezclándose unos con otros, como una sola tribu. Pero con los primeros rayos del sol, cuando empezaron a desperezarse comprobaron que no quedaba ni uno solo de los cazadores entre ellos, su forma de vida les obligaba a no parar.
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